miércoles, 25 de enero de 2012

El muro blanco

El podría abrazarla, y embriagarse con el suave aroma de su cabello, jugar un instante con eso coloridos broches, que no la dejaban escapar para siempre de su infancia (acaso jamás dejase de ser la niña mas dulce que había conocido en su vida), o acomodar su larga trenza por detrás de uno de sus hombros.

Estando a centímetros de su cuello, podría acariciarlo con los labios, o susurrar a sus oídos palabras dulces.

Una rosa pálida agoniza en sus manos, despojada de espinas protectoras, se bambolea suave.

El silbido de los añejos arces, saludan al otoño, en una tarde de sol macilento, y nubes grises amorfas. Él ve detrás de sus lágrimas, y de sus empañadas gafas, tenues segundos de "su pasado mejor". Firme, en el último escalón de una oxidada escalera, haciendo malabarismos, con su alma huérfana, segregando un agrio padecimiento.

Él podría tomarla de la mano y caminar por senderos de luz, sin prisa, sin tiempo.

Estando a su lado, las piernas podrían hacerlo navegar sobre superficies de algodón, y elevarlo hasta donde los rayos de sol le regalasen una sonrisa.

Una joven paloma lo observa en silencio, interrogante y luego indiferente. Con sumo cuidado, él, baja, sintiendo el escurrir del alma en su estómago.

Desganado, retoma el camino a casa, en tanto y en sumo silencio, la lapida blanca, saluda sus pasos, hasta verlo desaparecer detrás de la arboleda.

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