Milo
martes, 24 de febrero de 2009
Mañana (by milo)
Mañana. Día soleado. Caminó con las manos dentro de los bolsillos, la mochila al hombro y la mirada clavada en la vereda, expectante de la próxima baldosa. Un perro ladró muy cerca de ella. Levantó la vista. Enseguida la volvió a bajar. Esperó el semáforo. Cuando el mar de automóviles se abrió recuperó el paso. Su corazón se aceleró revolucionando la sangre y agitando la respiración. Necesitó alzar la vista. No quería detenerse. Se mareó al recibir la luminosidad del día de lleno en su rostro. Trató de resistir entrecerrando un ojo, el cielo estaba demasiado límpido y azulino. La calma retornó a su organismo. La vereda volvió a ser su objeto de enfoque. Sintió por un momento algo similar a la esperanza. Había leído que los griegos consideraban a la esperanza el peor de los males. Siguió caminando. El sol cansado de una larga y extenuante jornada de labor comenzaba su retirada. Se estremeció. Una corriente de electricidad le recorrió el cuello hasta la espalda. ‘Por favor, por favor’ susurró, con tanta vehemencia que ningún dios piadoso podría desoírla. Frente a ella a menos de setenta metros, su destino. Una puerta. Erosionada por el aire sucio de ciudad. Los años habían sido implacables con el trozo de madera, sin embargo, a ella se le figuraba hermosa, inmejorable, salvadora. Sonrió tímidamente como pidiéndose permiso. De repente, se detuvo completamente. Contuvo el aliento y reprimió el llanto. Con el tiempo había aprendido a llorar en silencio. Ningún dios la había escuchado. Un hombre fornido y con aspecto descuidado sonreía furiosamente mientras se interponía entre ella y la maltratada puerta. El hombre se aproximó a ella borrando, con cada paso que daba, la sonrisa que antes exhibía orgullosamente. No tenía fin echarse a correr. Lo sabía, por lo tanto, ni se movió. Una lágrima kamikaze escapando a la resistencia que ella ejercía, rodó por su mejilla hasta su boca ligeramente abierta. Él la tomó fuerte del brazo, haciendo presión sobre un viejo pero persistente hematoma. Ya emprendido el regreso, prefirió no mirar atrás. La puerta cada vez se divisaba más pequeña y oscura. Ni bien llegaron a la casa, las gotas de lluvia que habían comenzado a caer evolucionaron en una fuerte tormenta. La peor de este invierno comentarían las vecinas mientras baldeaban sus veredas a la mañana siguiente. Quizás y lamentablemente los griegos tenían razón.
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